Roberto Bolaño, autor de 2666, nos traslada a través de su personalísimo estilo a paisajes transidos de dolor, brutalidad y muerte. Realizamos como lectores un trayecto por una historia plagada de elementos propios de la novela negra; pero este autor transgrede todos los límites de cualquier género literario y nos presenta personajes, lugares y argumentos en un puzzle que no pretende ensamblar sus piezas para mostrarnos una imagen precisa y definitiva. La unión de cada pieza con el resto es debida a una fuerte intriga que atraviesa toda la novela y mantiene al lector con el libro abierto entre las manos, resolviendo los puntos que la inusual estructura plantea. El lector prevé, anticipa, crea y une fragmentos de esta historia, convirtiendose así en alguien activo ante el texto. Desea un final o una resolución de la intriga, a pesar de que sabe de antemano que no se producirá, pero se negará a creerlo hasta el momento en que cierre el volumen tras haber leido la última página.
Es un libro apasionado y cruel, escrito con un eficaz y elegantísimo estilo. Es, en definitiva, un guiño literario y cómplice a las literaturas europeas y latinoamericanas.
ARTURO PÉREZ-REVERTE XLSemanal 22 de Marzo de 2009
No pretendo compartir mi dolor, ni nada de eso. Le habría parecido un ejercicio cursi. Una mariconada. Sólo aprovecho esta página para dedicarle el homenaje que merecía. Que le habría gustado tener cuando palmara. Murió hace unos días, a los cincuenta y nueve tacos, tras un derrame cerebral que lo tuvo un mes con el pie en el estribo. Pepe Perona, maestro de Gramática. No firmaba de otro modo. También era catedrático de Gramática Histórica de la Universidad de Murcia, pero eso le importaba menos. Era un maldito esnob. A algunos de ustedes les suena, supongo, porque durante quince años asomó en estos artículos, de vez en cuando, en su calidad de miembro de la selecta hermandad de arponeros de Nantucket, entre humo de tabaco y ginebra azul. También fue personaje de una novela mía: Néstor Perona, maestro cartógrafo. Hasta en el cine salió un pavo haciendo de él. Bastante bien, por cierto. Ahora se ha muerto, el muy cabrón, dejándome aullando como un lobo triste. Buscando alguien en quien vengarlo, y vengarme. Café, tabaco y silencio, hoy prohibidos, decía. Y libros. Miles de ellos. Sabía griego, latín. Su tesis doctoral se tituló Influencia de Nietszche y Schopenhauer en la generación del 98. Lo sabía todo sobre Nebrija, sobre quien publicó una importante edición crítica. También tuvo la sangre fría de sacar In silentium, libro con todas las hojas en blanco. Lo tengo en mi biblioteca. «No leáis, que no merece la pena –decía–. Así, al menos, habrá menos chicles pegados en el suelo de los museos y las bibliotecas.» Le encantaba dar por saco a tontos, mediocres y canallas con ese desprecio refinado e inteligente, desprovisto de piedad, que era su marca del Zorro. «El peor cáncer de este tiempo es que las masas hayan aprendido a leer», escribía. «Así, la inteligencia se ha puesto a su servicio y se ha degradado.» Poseía una perspicacia apocalíptica y una cultura extraordinaria, que ponía a disposición de sus amigos como quien pone sobre la mesa un paquete de cigarrillos, un buen vino y unos cuantos vasos. Misántropo, malhumorado, gruñón, nunca tuvo el menor respeto por el género humano. Sólo por su familia y sus pocos amigos, a los que escogía deliberadamente. E infeliz quien no pasara el examen. A veces, en alguna cena, yo tenía que saltar casi por encima de la mesa para trincarlo por el cuello cuando le daba por escupir dialécticamente a alguien. Despreciando era letal. Implacable. La mejor definición que conozco es del periodista Antonio Arco, que lo conocía bien: «Era pacífico y peligroso». Me hizo feliz a menudo, acompañándome en momentos importantes de mi vida como escritor. Venía con el resto de la peña y se sumaba a comidas, a cenas, a copas hasta las tantas. Leal como un arponero intrépido. Yo lo admiraba, como todos, sin condiciones ni límites. Pertenecía a una casta superior. El día que consiguió su cátedra, el profesor Belmonte y yo cerramos una discoteca y le organizamos una fiesta invitando a todos los jóvenes de su facultad. Y quemamos Murcia. Entre mis mejores recuerdos se cuenta una noche en la que él y Alberto Montaner –otro monstruo extraordinario–, catedrático de la Universidad de Zaragoza, discutieron en el café Gijón de Madrid, adoptando uno el punto de vista dominico y otro el jesuita –podían haber intercambiado papeles sin despeinarse–, en un duelo irónico, brillantísimo, que nos tuvo a los amigos fascinados durante horas. Y es legendaria la anécdota de cuando una alumna fue a pedirle a Pepe Perona que dirigiera su tesis de licenciatura, y él dijo: «De acuerdo. Empezará usted yendo a la biblioteca del Vaticano, a Florencia y a Bolonia para prepararse. Le procuraré el modo de hacerlo». Ella respondió: «No creo que mi novio me deje». Y entonces el maestro de Gramática, indicándole la puerta, zanjó: «Pues que le dirija la tesis su novio, señorita». La ausencia de su sonrisa divertida y fatigada, sin esperanza, deja en mi vida un agujero del tamaño de un disparo de postas. Nunca olvidaré su mueca escéptica de sabio educado en la altivez del suicidio, que sabe cómo y dónde termina todo. «La cultura se ha ido a la mierda –solía decir–. Occidente ha desaparecido.» Adivinaba la venganza cíclica de la Historia en este cochambroso mundo viejo, impotente, ya sólo capaz de parodiarse a sí mismo, estrangulado por políticos iletrados y masas de turismo analfabeto. «Es un error promover la lectura del Quijote en las escuelas –escribió una vez–. ¿Quién librará a los alumnos de las depresiones promovidas por la lectura y su meditación?» Lo peor de todo es que, muriéndose a destiempo, el maestro de Gramática revienta nuestro plan de asistir juntos a las últimas horas de esta caduca y moribunda Europa: acodados en la ventana de una biblioteca, copa de vino y cigarrillo a mano, viendo a la gente correr aterrada por las calles mientras los bárbaros violan a respetables matronas, saquean la ciudad y arde Roma.
Sin palabras. Algún día escribiré mi propio artículo en homenaje.
- Creo que un día de estos averiguarás qué es lo que quieres. Y entonces tendrás que aplicarte a ello inmediatamente. No podrás perder ni un solo minuto. Eso sería un lujo que no podrás permitirte. Ya sé que esto no va a gustarte nada, pero en cuanto descubrás qué es lo que quieres, lo primero que tendrás que hacer será tomarte en serio el colegio. No te quedará otro remedio. Te guste o no, lo cierto es que eres estudiante. Amas el conocimiento. Comenzarás a acercarte, si ése es tu deseo y tu esperanza, a un tipo de conocimiento muy querido de tu corazón. Entre otras cosas, verás que no eres la primera persona a quien la conducta humana ha confundido, asustado, y hasta asqueado. Te alegrará y te animará saber que no estás solo en ese sentido. Son muchos los hombres que han sufrido moral y espiritualemente del mismo modo que tú. Felizmente, algunos de lellos han dejado constancia de su sufrimiento. Y de ellos aprenderás si lo deseas. Del mismo modo que alguien aprenderá algún día de ti si sabes dejar una huella. Se trata de un hermoso intercambio que no tiene nada que ver con la educación. Es historia. Es poesía. Con esto no quiero decir que sólo los hombres cultivados puedan hacer una contribución significativa a la historia de la humanidad. No es así. Lo que sí afirmo, es que si esos hombres cultos tienen además genio creador, lo que desgraciadamente se da en muy pocos casos, dejan una huella mucho más profunda que los que poseen simplemente un talento innato. Tienden a expresarse con mayor claridad y a llevar su línea de pensamiento hasta las últimas consecuencias. Y lo que es más importante, el noventa por ciento de las veces tienen mayor humildad que el hombre no cultivado.
"Despierten en sus alumnos el dolor de la lucidez. Sin límites. Sin piedad."
jueves, 19 de marzo de 2009
Hola chicos. He tardado un poquito en acceder a nuestro espacio, pero ya estoy aquí. Me encanta la fuente que viene seleccionada de antemano para el texto, ¿a ti también, verdad Son?, ¿es "Georgia"? Una complicidad perfecta ya desde el principio...
Tenía ya muchas ganas de entrar, pero como en Murcia no tengo red, pues andamos más limitadillas. A lo largo de estas semanas en las que este fantástico ya había sido parido, he pensado mucho sobre qué escribir, ¿qué publicar? Ahora, frente al ordenador, paso. Es decir, paso de buscar, sólo quiero contaros, contarme a mí de alguna manera, que estoy triste. Sí, esta noche estoy muy triste.
A veces me gusta estar triste. Me suele pasar, que cuando así me siento, me pierdo, me pierdo en mí, y dudo, y me planteo, y no me encuentro, ni me defino ¡¿Y qué más da, verdad?!, ¡¿qué narices importa si no me encuentro en este momento?! "Supongo que es la estupidez de mi naturaleza" acabo diciéndome. En el fondo, es mucho mejor así.
Es siempre lo mismo. Es decir, me doy cuenta de que la tristeza se viste con los mismos guantes de seda para ajedrezar mi partida. La juega delicadamente, suave. A penas hace ruidos en sus movimientos de noche, pero yo la escucho. Se mueve pausadamente, y no acepta la derrota. A cada instante cavila un movimiento joven que la hará nueva, pero el jugador de enfrente me planteará otro anochecer. La penumbra me escandila otra vez. ¿Qué es? El tablero gris. Vuelvo a mover; peón, alfil, caballo, torre, rey y "JAQUE".
CUMPLEAÑOS Yo lo noto: cómo me voy volviendo menos cierto, confuso, disolviéndome en el aire cotidiano, burdo jirón de mí, deshilachado y roto por los puños Yo comprendo: he vivido un año más, y eso es muy duro. ¡Mover el corazón todos los días casi cien veces por minuto! Para vivir un año es necesario morirse muchas veces mucho.
En el día de tu cumpleaños, porque quiero anotar en nuestro blog la gracia de tu alegría. Un beso muy grande, Ale.
Aunque no podemos adivinar el tiempo que será, sí que tenemos al menos el derecho de imaginar el que queremos que sea. Naciones Unidas han proclamado extensas listas de derechos humanos, pero la inmensa mayoría de la humanidad no tiene más que el derecho de ver, oír y callar. ¿Qué tal si empezamos a ejercer el jamás proclamado derecho de soñar? ¿Qué tal si deliramos por un ratito? Al fin del milenio, vamos a clavar los ojos más allá de la infamia, para adivinar otro mundo posible...
El aire estará limpio de todo veneno que no venga de los miedos humanos y de las humanas pasiones.
La gente no será manejada por el automóvil, ni será programada por la computadora, ni será comprada por el supermercado, ni será mirada por el televisor. El televisor dejará de ser el miembro más importante de la familia.
La gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para trabajar. Se incorporará a los códigos penales el delito de estupidez, que cometen quienes viven por tener o por ganar, en vez de vivir por vivir no más, como canta el pájaro sin saber que canta, y como juega el niño sin saber que juega.
En ningún país irán presos los muchachos que se nieguen a cumplir el servicio militar, sino los que quieran cumplirlo.
Los economistas no llamarán nivel de vida al nivel de consumo, ni llamarán calidad de vida a la cantidad de cosas.
Los cocineros no creerán que a las langostas les encanta que las hiervan vivas.
Los historiadores no creerán que a los países les encanta ser invadidos.
El mundo ya no estará en guerra contra los pobres, sino contra la pobreza, y la industria militar no tendrá más remedio de declararse en quiebra.
La comida no será una mercancía, ni la comunicación un negocio; porque la comida y la comunicación son derechos humanos. Nadie morirá de hambre, porque nadie morirá de indigestión.
Los niños de la calle no serán tratados como si fueran basura, porque no habrá niños de la calle.
Los niños ricos no serán tratados como si fueran dinero, porque no habrá niños ricos.
La educación no será el privilegio de quienes puedan pagarla, y la policía no será la maldición de quienes no puedan comprarla.
La justicia y la libertada, hermanas siamesas, condenadas a vivir separadas, volverán a juntarse, volverán a juntarse bien pegaditas espalda contra espalda.
En Argentina, las locas de Plaza de Mayo, serán un ejemplo de salud mental, porque ellas se negaron a olvidar en los tiempos de la amnesia obligatoria.
La perfección... la perfección seguirá siendo el aburrido privilegio de los dioses, pero en este mundo, en este mundo chambón y jodido, cada noche será vivida como si fuera la última, y cada día como si fuera el primero.
Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba. Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos: Que no son, aunque sean. Que no hablan idiomas, sino dialectos. Que no profesan religiones, sino supersticiones. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no practican cultura, sino folklore. Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
He encontrado este fragmento de Pérez Reverte y me he detenido en él, quizá por la intensidad de los sentimientos que atisba a contar, o tal vez por la elección de los adjetivos. Espero que os guste, chicos.
"Por fin reconoció que añoraba su piel sumisa, y el tono quedo de su voz cuando lo acariciaba. Y aquella mirada oscura que a veces fijaba en él, orgullosa y lúcida e inconquistable allá adentro; y experimentaba una indefinible nostalgia de algo que apenas había llegado a conocer."
La inútil tarea de concretar la palabra. Cerrar el círculo, construir el último tabique del templo, dar el irrevocable suspiro antes de. Proponer la escultura imprecisa del verbo. La única manera de sobrevivir al desencuentro es verter a ciegas, en ese espacio limítrofe con el sueño, los símbolos arrancados del árbol negro de la memoria. No espero consumar la difícil tarea que me propone el silencio: romper sus márgenes duele a veces como un último beso; sin embargo, arrastrar la posibilidad es suficiente para obligarme al delirio, para originar un destello en las impasibles teas de este laberinto. ¿Quién dormirá a la noche cuando el verbo sea conquistado?, ¿quién, con lengua firme, cantará las inaprensibles glorias del recuerdo, los transparentes laureles y sus despojos?
No hay instrucciones para crear. Crear es la instrucción. Pero no porque yo lo diga, o lo digáis vosotros. Crear es la instrucción básica y continua de cualquier cosa en el universo. Es el estado natural de las cosas. Un universo que, según los últimos ecos de la ciencia, no es más que un fenómeno eléctrico. Y ¿cómo algo eléctrico puede llegar a ser una piedra un árbol un pájaro? ¿Cómo de cosas eléctricas podemos hacer las noches y los días, el mal humor y la risa?
Solo una cosa pasa: Si te lo crees, lo creas. Si te lo crees, lo creas. Si te lo crees... lo creas.
La lectura es como el paracaidismo: en condiciones normales la practican algunos espíritus arriesgados, pero en caso de emergencia le salva la vida a cualquiera.Óscar Tulio Lizcano, víctima de la guerrilla colombiana, acaba de rendir un inaudito testimonio de la forma en que los libros preservaron su dignidad. En la clínica de Cali donde se recupera de ocho años de privaciones como rehén de las FARC, habló de la selva donde perdió 20 kilos, pero no la lucidez. De los 50 a los 58 años vivió agobiado por las enfermedades, la desnutrición, las humillaciones de perder todo sentido de la privacidad. Para conservar la cordura, clavó tres palos en la tierra y decidió que fueran sus alumnos. Lizcano les enseñó política, economía y literatura. Como tantos maestros, se salvó a sí mismo con la prédica que lanzaba a sus perplejos discípulos. Un comandante vio el aula donde los palos tomaban lecciones y decidió pasarle libros. Lizcano leyó a Homero y seguramente admiró la desmesura de Héctor, que desafía al favorito de los dioses. "La poesía me alimentó", ha dicho el hombre cuya dieta material era tan ruin que se veía mejorada por un trozo de mono o de oso hormiguero.En las cárceles, las dictaduras, el exilio y los hospitales otros lectores han encontrado un consuelo semejante. Aunque el fin de los libros se anuncia con frecuencia, los desastres del mundo refrendan su importancia. "Soy un optimista de la catástrofe", ha dicho George Steiner a propósito de la vigencia de la letra. Cuando el viento sopla a favor, la gente duerme la siesta. En los momentos de prueba y las horas bajas, busca el auxilio de un libro.En Los náufragos de San Blas Adriana Malvido relata la odisea de tres pescadores mexicanos que se extraviaron en el Pacífico durante 289 días. La sed, el hambre, el sol y los tiburones eran sus más evidentes enemigos. Tuvieron que sortear esos peligros, pero también el tedio, la convivencia forzada, las ideas que podían llevarlos a la demencia. ¿Cómo sobreponerse a esos días inertes e idénticos a sí mismos? Uno de los pescadores llevaba una Biblia a la que atribuye su supervivencia.Abundan los ejemplos de libros que han dado fortaleza en situaciones límite. De acuerdo con Bertrand Russell, la obra más impresionante y mejor escrita sobre la vida en cautiverio es Un mundo aparte, del polaco Gustaw Herling. Este testimonio excepcional también fue admirado por Albert Camus y Jorge Semprún. De 1940 a 1942 Herling estuvo preso en campos soviéticos de la región de Kargópol. Su libro revela el grado de aniquilación al que llegó el estalinismo. En ese "mundo aparte" los prisioneros dormían bajo un foco encendido y solo en el hospital recordaban lo que era la noche. Ahí Herling leyó el testimonio de Dostoievski sobre Siberia, La casa de los muertos, sorprendido de que un libro sobre la dureza de la cárcel pudiese aliviar e incluso alegrar su encierro. Uno de los misterios de la literatura es que gratifica al mostrar el sufrimiento, y lo trasciende con la emoción de la obra lograda. Herling no encontró en Dostoievski una evasión sino un espejo. La casa de los muertos le fue prestada por una mujer que leía esas páginas con obsesión y ansiaba que él terminara la lectura para volver a ellas. Al razonar su pasión por ese libro de los libros, la mujer le dice a Herling: "Cuando no hay esperanza de salvarnos, ni la menor fisura en los muros que nos rodean; cuando no podemos levantar la mano contra el destino, precisamente porque es nuestro destino, solamente queda una cosa: levantar la mano contra nosotros mismos". Esa lectora ya no se sentía dueña de su vida. El libro le reveló que aún podía ser dueña de su muerte. La posibilidad de decidir su último destino, de suicidarse o aplazar ese acto, le otorgó una sensación de libertad. El pasaje muestra un caso límite, la disyuntiva final en la que seguir respirando implica un desafío. Gracias a la lectura de Dostoievski, el calvario se convirtió en una forma de la resistencia.VAYAMOS a otro urgido de literatura. Hace poco Sean Connery recibió uno de esos premios por trayectoria de vida con los que el mundo del cine resalta su glamour. Después de una lluvia de elogios sobre la ardua tarea de besar mujeres hermosas en el papel de James Bond, alguien recordó el humilde origen de Connery en Escocia, el cuarto en el que fue recogido de bebé y donde le asignaron como cuna el cajón de un escritorio. Su destino original era el de un descastado, pero se convirtió en un icono de la cultura de masas. Después de eso, el actor se limitó a decir: "Es cierto que mi origen fue poco auspicioso, pero a los cuatro años me ocurrió un milagro: aprendí a leer". El aprendizaje del alfabeto puede ser poco espectacular. Para alguien que dormía en el cajón de un escritorio significó un cambio de piel.En caso de necesidad, la lectura salva. A veces, el libro en cuestión ni siquiera tiene que ser bueno. En 1781, Diderot curó la depresión de su mujer leyéndole novelitas sentimentales.Kafka era más exigente: "Solo me gustan los libros que muerden". En la cárcel o el naufragio, ese mordisco recuerda que no hemos sido destruidos. En la vida común permite que no seamos tan comunes. Juan Villoro
Hay que leer, hay que leer... ¿Y si, en lugar de exigir la lectura, el profesor decidiera de repente compartir su propia dicha de leer? ¿La dicha de leer? ¿Qué es la dicha de leer? Preguntas que suponen, en efecto, un estupendo retorno sobre uno mismo. Y, para comenzar, la confesión de una verdad que va radicalmente en contra del dogma: la mayor parte de las lecturas que nos han formado, no las hemos hecho a favor, sino en contra. Hemos leído (y leemos) como si nos parapetáramos, como si nos negáramos, o como si nos opusiéramos. Si eso nos da aires de fugitivo, si la realidad desespera de alcanzarnos detrás del "encanto" de nuestra lectura, somos unos fugitivos ocupados en construirnos, unos evadidos a punto de nacer. Cada lectura es un acto de resistencia. ¿De resistencia a qué? A todas las contingencias. Todas: - Sociales. - Profesionales. - Psicológicas. - Afectivas. - Climáticas. - Familiares. - Domésticas. - Gregarias. - Patológicas. - Pecuniarias. - Ideológicas. - Culturales. - O umbilicales. Una lectura bien llevada salva de todo, incluido uno mismo. Y, por encima de todo, leemos contra la muerte.
Os transcribo el poema que leyeron en su despedida: HIBISCUS Durante días y noches contemplo embebecido el rebrotar, la plenitud, el agostarse y la caída.
Ha transcurrido el tiempo, y ya es diciembre. Sentado frente al fuego, miro las secas ramas hibernadas y sé que volverá el milagro circular.
Por eso, en esta noche lenta, he dejado dicho a quienes amo que, en aquella Primavera de los otros cuando yo sea recuerdo, planten sobre mis restos un tallo desgajado de esta planta.
Y en el julio imposible me encenderé en los mediodías gozosos del estío y volveré a la tierra con el cantar del grillo.
Seré así parte y savia de los ciclos en el esplendor temporero del hibiscus.
1. m. Mineral de hierro de color negruzco, opaco, casi tan duro como el vidrio, cinco veces más pesado que el agua, y que tiene la propiedad de atraer el hierro, el acero y en grado menor algunos otros cuerpos. Es combinación de dos óxidos de hierro, a veces cristalizada.